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jueves, 19 de enero de 2012

Ha muerto Gustav Leonhardt

Ayer un compañero del coro me pidió prestada una versión buena de la Pasión San Mateo de Bach y, con mucho gusto, le llevé la versión de Leonhardt y la Petite Bande. No podía imaginar que hoy leería esta noticia tan triste en el periódico.

Recuerdo que en mis años de estudiante de flauta dulce tuve la oportunidad de asistir a un maravilloso concierto de Frans Brüggen y Gustav Leonhardt. Para los estudiantes de flauta de pico eran los héroes junto a Hans Martin Linde y alguno más. 
Sus interpretaciones de Bach, de Couperin, de Haendel etc, nos han acompañado toda la vida. Ha trabajado como nadie la música coral barroca y ha luchado en primera línea para recuperar los instrumentos originales y para incorporar la sabiduría musicológica a las interpretaciones de la música del pasado. Era un sabio inmenso tocando el clave o el órgano con una gran sensibilidad.
Acometió la ambiciosa empresa de grabar todas las cantatas de Bach junto a Harnoncourt y recuperó muchísima música olvidada. Cuánta música se escribió en el siglo XVII, y cuánta ha permanecido oculta y olvidada. Todavía queda mucha, pero la labor de Leonhardt ha sido increíble, titánica y poco se ha reconocido esa labor de recuperación del patrimonio musical europeo. Sus conciertos siempre han sido una garantía de calidad y de seria investigación. En lo que se refiere a la música vocal tuvo la "originalidad" de usar coros de niños como en época de Bach. Siempre en la búsqueda de la sonoridad primigenia que debió de estar en la cabeza de los compositores barrocos.
Alguien grabó su última aparición pública en París hace mes y medio. Tenía 84 años y nunca se jubiló, para contento de sus admiradores.
En el Auditorio Nacional de Madrid, en los pasillos de la zona de artistas hay retratos firmados de multitud de directores y solistas. Cerca de la cafetería que se encuentra tras el órgano que ve el público de la sala sinfónica hay retratos de afamados organistas y entre ellos está el de Leonhardt, está fechado en noviembre de 1993:

Número de Scherzo dedicado a Leonhardt AQUÍ

Thyrsus me fecit

miércoles, 18 de enero de 2012

Libro: N. Strimple: Choral music in the twentieth century


Título: Choral music in the twentieth century.
Autor: Nick Strimple

Editorial: Amadeus Press
Páginas: 389
Ediciones: varias, la primera es de 2002
Sospechamos que, de momento, no hay traducción disponible. No hay que tener miedo, el autor usa un inglés asequible.
Público diana: Libro de divulgación sobre música coral. Es un libro útil para el que necesite datos sobre música coral contemporánea de cualquier punto del globo.



Contenido:
Índice
Acknowledgments
A Brief Overview
Austria and Germany
France Switzerland and the Low Countries
British Isles
Czech Republic Slovakia Hungary and Poland
Russia and Other Former Soviet Republics
Scandinavia and the Baltics
United States
Canada
Pacific Rim
At Centurys End
Works Lists
Compositions for Boys or Childrens Chorus
Compositions for Female or Treble Chorus
Compositions for Male Chorus
Greece and the Balkans
Italy and the Iberian Peninsula
Africa and the Middle East
Mexico the Caribbean Central America and South America
Bibliography
Index

Primeras frases:
Although some of the twentieth century's greatest works were choral, perceptions of choral music varied widely during the century, generating debates over its function, both in sacred and  secular contexts as well as its continued viability in terms of modern composition. (...)


Comentario:
Este libro no es ni lo pretende ser de lectura, y tampoco es una enciclopedia. Es un rápido prontuario donde se dan las líneas generales de la música coral en prácticamente todo el mundo. Para lugares remotos es genial porque normalmente os dará toda la información que podamos necesitar. Esto no es el Grove, pero no está nada mal. Por ejemplo, en el capítulo dedicado a Italia y la Península Ibérica se extiende durante 2 páginas y media hablando de España y cita a autores como Falla y Rodrigo, los tres Halffter, Luis de Pablo y algún otro. Dedica nueve renglones a Javier Busto y José Ramón Encinar a los que trata de generación joven. De Busto cita su Ave María como obra importante y señala en sus "otras pequeñas piezas" un estilo de composición ecléctico. Hablando de catalanes cita a Casals, Surinach y Montsalvatge. Tampoco va Javi Busto en mala compañía.
Imagino que un autor español lo hubiera planteado de otra forma y hubiera citado a otros autores, pero hay que reconocer que desde Los Ángeles no se puede estar a todo. Probablemente habrá primado a los autores españoles más conocidos en tierras americanas incorporando nombres representativos y en ese sentido quizá sea lo mejor si pensamos en el público no español.
Veis que prima hablar de todo un poco dado que la obra es de formato reducido. En este sentido no pidamos al libro más de lo que puede dar. La pena es que no haya en español una empresa similar, o al menos yo no la conozco. Quizá alguien podría señalarnos alguna obra interesante parecida a ésta. Hay que reconocer que la literatura sobre música coral no puede decirse que sea muy abundante.
De todas formas, para alguna información útil a la hora de escribir un artículo o hacer un pequeño trabajo, el libro puede darnos ideas y datos utilizables.


Thyrsus me fecit

lunes, 16 de enero de 2012

Libro: O. Sacks: "Musicofilia"

Título: Musicofilia
Autor: Oliver Sacks

Editorial: Anagrama
Colección: Argumentos
Páginas: 464 en la edición impresa. En inglés lo hay en Kindle.
Ediciones: 2008
Traducción: Damián Alou
CONTENIDO:
Prefacio

I. Poseídos por la música
1. Un acontecimiento inesperado: musicofilia repentina
2. Una sensación extrañamente familiar: ataques musicales
3. Miedo a la música: epilepsia musicogénica
4. La música en el cerebro: imaginería e imaginación
5. Gusanos cerebrales, música empalagosa y melodías pegadizas
6. Alucinaciones musicales

II. Una musicalidad variada
7. Sentido y sensibilidad: una musicalidad variada
8. Todo se derrumba: amusia y disarmonía
9. Papá se suena en Sol: el tono absoluto
10. Tono imperfecto: amusia coclear
11. Viviendo en estéreo: por qué tenemos dos oídos
12. Dos mil óperas: "savants" musicales
13. Un mundo auditivo: música y ceguera
14. La clave del verde claro: música y sinestesia

III. Memoria, movimiento y música
15. En el momento: música y amnesia
16. Habla y canto: afasia y terapia musical
17. Rezo accidental: discinesia y salmodia
18. Todos juntos: música y síndrome de Tourette
19. Llevar el compás: ritmo y movimiento
20. Melodía cinética: enfermedad de Parkinson y terapia musical
21. Dedos fantasma: el caso del pianista con un solo brazo
22. Atletas de los músculos pequeños: distonía de músico

IV. Emoción, identidad y música
23. Dormido y despierto: sueños musicales
24. Seducción e indiferencia
25. Lamentaciones: música, locura y melancolía
26. El caso de Harry S.: música y emoción
27. Irreprimible: música y los lóbulos temporales
28. Una especie hipermusical: el síndrome de Williams
29. Música e identidad: demencia y terapia musical

Agradecimientos
Bibliografía
Índice analítico

Debo confesar que es difícil ser objetivo con un autor al que uno profesa una gran admiración. Contad con eso al leer esto. De hecho, me gustaría más que ser imparcial u objetivo, el ser capaz de transmitir el entusiasmo que este libro me despierta. Por si alguien no conoce a este señor, diremos que es un profesional de la psiquiatría y que podríamos denominarlo más bien neuropsiquiatra. Se ha hecho muy famoso por un libro y por una película. El libro se titula "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero" y la película es "Despertares". El libro es una serie de casos de su consulta que son especialmente llamativos e interesantes, siendo uno de ellos el que da título al libro. La película con Robert de Niro y Robin Williams narra una experiencia personal tratando la encefalitis letárgica con una droga llamada L-Dopa. Los pacientes cobran vida volviendo a poder comunicarse con sus semejantes. La tragedia surge cuando los pacientes empiezan a darse cuenta de que los efectos son temporales y deben volver a verse encerrados en sus cuerpos inermes sin poder expresar nada, como si fueran indiferentes a cuanto les rodea.

En Musicofilia Sacks tira de archivo y de experiencias personales y nos ofrece los casos más interesantes que ha tratado y que están, de una forma u otra, relacionados con la música. El propio Sacks es un gran aficionado, asiduo de conciertos, diletante del piano y con sus no pocos conocimientos técnicos sobre música, musicología e historia de la música.

Caso tras caso se va viendo la gran importancia de la música en la vida de la gente. De como el cerebro trata a esta manifestación artística de forma casi podríamos llamar privilegiada. Como accidentes pueden provocar aptitudes asombrosas para la música o todo lo contrario. Como pacientes que sufren síndromes que les incapacitan para muchas cosas importantes para la vida, pueden seguir con su actividad musical. Nos explica también qué es desde el punto de vista neuropsicológico el "tener oído musical" o el disfrutar de un "oído absoluto".

El médico neuropsiquiatra Sacks aprende mucho del cerebro a través de la música y el músico Sacks aprende no menos estudiando el cerebro. Vemos al médico de siempre que mantiene una relación intensa con sus pacientes, que los mira con ojos científicos, pero con un gran afecto y nos cuenta qué sienten, cómo ven el mundo, cómo el mundo les ve a ellos y como en no pocos casos la música les salva. Otras veces la música es una pesadilla aterradora, especialmente cunado un paciente que siempre fue normal desde el punto de vista psiquiátrico empieza a oír una melodía  a gran volumen una y otra vez sin poder detenerla. ...

En fin, cómo deciros que para los apasionados de la psicología y de la música este libro es un tesoro. La música ya no es percibida como antes. El melómano tiene un cerebro distinto. Lo ha moldeado la persona a base de escuchar música, de interpretar música, de cantar ...

Es libro de gran interés. No debe ser dejado de lado, está escrito para no dejar indiferente y yo añadiría: para despertar vocaciones por la psiquiatría y la música.

Thyrsus me fecit

En Mayo del 2008 el periódico El País publicaba este texto extraído del libro. Sirva para hacerse una idea del mismo.


Musicofilia. Como caída del cielo


OLIVER SACKS 25/05/2008

Tony Cicoria tenía 42 años. Era un hombre robusto y muy en forma que había jugado al fútbol americano en la universidad y que trabajaba como cirujano ortopédico en una pequeña ciudad del norte del Estado de Nueva York, donde gozaba de una buena reputación. Una tarde de otoño se hallaba en un pabellón junto a un lago durante una reunión familiar. Hacía bueno y corría algo de brisa, pero se dio cuenta de que en el horizonte había algunas nubes de tormenta; parecía que iba a llover.

Se acercó a una cabina telefónica que había fuera del pabellón para llamar un momento a su madre (era 1994, antes de la era de los móviles). Todavía hoy recuerda cada segundo de lo que ocurrió después: “Estaba hablando por teléfono con mi madre. Estaba chispeando y se oían truenos a lo lejos. Mi madre colgó. Yo tendría el teléfono a unos 30 centímetros cuando sufrí la descarga. Recuerdo un fogonazo de luz que salía de la cabina y me dio en la cara. Lo siguiente que recuerdo es que salí despedido hacia atrás”.

Luego, y aunque parece dudar antes de contarme esto, “me vi arrojado hacia adelante. Desconcertado, miré a mi alrededor y vi mi propio cuerpo en el suelo. Me dije: ‘¡Mierda, estoy muerto!’. Vi a gente reunida en torno a mis restos. Vi a una mujer –había estado esperando a que yo terminara de usar el teléfono– que se colocaba sobre mi cuerpo y le hacía la respiración boca a boca. Yo subí las escaleras flotando y mi consciencia se vino conmigo. Vi a mis hijos, me di cuenta de que no les iba a pasar nada. Entonces me rodeó una luz azulada y blanquecina…, una intensa sensación de bienestar y paz. Me pasaron por delante los mejores y los peores momentos de mi vida. Pero no asociaba a ellos ninguna emoción… era puro pensamiento, puro éxtasis. Tuve la percepción de acelerar, de que me elevaban…, había velocidad y dirección. Entonces, justo cuando estaba pensando: ésta es la sensación más gloriosa que jamás he experimentado…, ¡bam! Regresé”.

El doctor Cicoria sabía que había regresado a su cuerpo porque sintió dolor, el dolor de las quemaduras en el rostro y en el pie izquierdo, los puntos por los que la descarga eléctrica había entrado y salido de su cuerpo. Y se dio cuenta de que “sólo los cuerpos sienten dolor”. Él quería volver, quería decirle a aquella mujer que dejara de hacerle la respiración boca a boca, que le dejara marchar; pero era demasiado tarde, ya estaba innegablemente de vuelta entre los vivos. Al cabo de un minuto o dos, cuando fue capaz de hablar, dijo: “Está bien… ¡Soy médico!”. La mujer, que por lo visto era enfermera en una UCI, replicó: “Hace unos minutos no lo era”.

Se presentó la policía y quisieron llamar a una ambulancia, pero Cicoria se negó entre delirios. En lugar de eso le llevaron a casa (“Me pareció que tardamos horas en llegar”), desde donde llamó a su médico, un cardiólogo. Cuando éste le examinó supuso que Cicoria había debido de sufrir una breve parada cardiaca, pero no encontró nada más cuando le auscultó y tampoco en los electrocardiogramas. “Con estas cosas, o vives o te mueres”, comentó el cardiólogo, que no pensaba que el doctor Cicoria fuera a padecer más consecuencias de este extraño accidente.

Cicoria también consultó a un neurólogo. Le invadía la pereza (algo raro en él), y tenía problemas de memoria. De repente se vio olvidando los nombres de gente que conocía bien. Le hicieron pruebas neurológicas, un electroencefalograma y una resonancia magnética. Tampoco se observaron anomalías.

Al cabo de un par de semanas, cuando recuperó la energía, el doctor Cicoria volvió al trabajo. Seguía arrastrando algunos problemas de memoria –de vez en cuando olvidaba los nombres de enfermedades u operaciones poco frecuentes–, pero sus habilidades quirúrgicas no se vieron afectadas. Transcurridas otras dos semanas, desaparecieron los problemas de memoria, y pensó que ahí acababa todo.

Lo que ocurrió posteriormente sigue asombrando a Cicoria, todavía hoy, 12 años después. La vida había vuelto a la normalidad, aparentemente, cuando “de repente, en dos o tres días, me entraron unas ganas irrefrenables de escuchar música de piano”. Esto no guardaba ninguna relación con nada de su pasado. De pequeño había recibido unas pocas clases de piano, “pero no me interesaba realmente”. Ni siquiera tenía piano en casa. La única música que escuchaba era rock.

Con este súbito capricho por la música de piano, comenzó a comprar discos, y se enamoró especialmente de una grabación de sus obras predilectas de Chopin interpretadas por Vladimir Ashkenazy: la polonesa Militar, el estudio Viento de invierno, el estudio Teclas negras, la Polonesa en la bemol, el Scherzo número 2 en si bemol menor. “Me encantaban todas”, explicaba Cicoria. “Tenía el deseo de tocarlas. Pedí todas las partituras. Justo entonces, una de nuestras niñeras preguntó si podía dejar su piano en nuestra casa, de modo que en el preciso instante en que a mí se me antojó, apareció uno, un pequeño piano de pared. Era perfecto para mí. Apenas podía leer las partituras, apenas sabía tocar, pero empecé a aprender yo solo”. Habían pasado más de treinta años desde las pocas clases de piano de su infancia, y tenía los dedos entumecidos y rígidos.

Y entonces, inmediatamente después de sentir este repentino deseo por la música de piano, Cicoria comenzó a oír música en su cabeza. “La primera vez”, explica, “fue durante un sueño. Yo iba de esmoquin, estaba en un escenario, tocando algo que había compuesto yo. Me desperté sobresaltado y la música seguía en mi cabeza. Salté de la cama y empecé a escribir todo lo que recordaba. Pero apenas sabía cómo plasmar lo que oía”. Aquello no salió muy bien porque él nunca había intentado escribir o anotar música antes. Pero cada vez que se sentaba al piano a practicar Chopin, su propia música “venía y le embargaba. Tenía una presencia muy poderosa”.

Yo no sabía muy bien cómo entender esta música tan perentoria, que le invadía casi irresistiblemente y le inundaba. ¿Estaba experimentando alucinaciones musicales? No, respondió el doctor Cicoria, no eran alucinaciones. “Inspiración” era un término más adecuado. La música estaba ahí, en lo más profundo de su interior, o en alguna parte, y lo único que tenía que hacer era dejar que le viniera. “Es como una frecuencia, una emisora de radio. Si me abro, viene. Me gustaría decir que viene del cielo, como afirmaba Mozart”.

Su música no cesa. “Nunca se agota”, proseguía él. “En todo caso, tengo que apagarla yo”.

Ahora tenía que lidiar no sólo con aprender a interpretar Chopin, sino también con dar forma a la música que le rondaba constantemente la cabeza, probarla en el piano, ponerla en el papel manuscrito. “Era una lucha terrible. Me levantaba a las cuatro de la mañana y tocaba hasta que me iba a trabajar, y cuando volvía a casa del trabajo, me pasaba toda la tarde en el piano. Mi mujer no estaba nada contenta. Yo estaba poseído”.

Al tercer mes del accidente del rayo, Cicoria, que antaño fue un hombre de familia afable y cordial, casi indiferente a la música, se veía inspirado, casi poseído, por la música y apenas tenía tiempo para nada más. Cayó en la cuenta de que quizá se había “salvado” por algún motivo especial. “Llegué a pensar”, asegura, “que la única razón por la que me habían permitido sobrevivir era la música”. Le pregunté si antes del rayo era creyente. Había recibido una formación católica, respondió, pero nunca había sido especialmente religioso; tenía algunas creencias poco ortodoxas, como la reencarnación.

Él mismo llegó a pensar que en cierto sentido se había reencarnado, que se había transformado y había recibido un don especial, una misión: “sintonizar” con la música que él llamaba, medio metafóricamente, “música del cielo”. Ésta solía manifestarse como un “torrente absoluto” de notas sin pausas, sin descansos, a las que él tenía que dar estructura y forma. (Mientras me contaba esto, yo pensaba en Caedmon, poeta anglosajón del siglo VII, que era un pastor de cabras analfabeto y que, según contaban, había sido agraciado con “el arte del canto” una noche en sueños y se pasó el resto de su vida alabando a Dios y a la creación en himnos y poemas).

Cicoria siguió trabajando en el piano y en sus composiciones. Compró libros sobre notación musical y pronto se dio cuenta de que necesitaba un profesor de música. Viajaba para asistir a conciertos de sus intérpretes favoritos, pero no tenía relación con otros músicos de su ciudad o con las actividades musicales que allí se celebraban. Era una búsqueda en solitario, entre su musa y él.

Le pregunté si había experimentado otros cambios desde que le cayó el rayo, una nueva forma de ver el arte, quizá, un gusto distinto en sus lecturas, nuevas creencias. Cicoria me explicó que se había vuelto “muy espiritual” desde su experiencia entre la vida y la muerte. Había empezado a leer todo lo que encontraba sobre este tipo de vivencias y sobre accidentes con rayos. Se había hecho con “toda una biblioteca sobre Tesla” y con todo lo que caía en sus manos sobre el poder bello y terrible de la electricidad de alto voltaje. En ocasiones creía ver “auras” de luz o energía alrededor de los cuerpos de la gente, algo que nunca le había pasado antes del rayo.

Pasaron algunos años, y la nueva vida de Cicoria, su inspiración, no le abandonó ni por un momento. Siguió trabajando como cirujano a tiempo completo, pero su corazón y su mente se centraban en la música. Se divorció en 2004, y ese mismo año tuvo un terrible accidente de moto. Él no lo recuerda, pero otro vehículo golpeó su Harley y le encontraron en una zanja, inconsciente y malherido, con huesos rotos, el bazo destrozado, un pulmón perforado, contusiones cardiacas y, aunque llevaba el casco puesto, heridas en la cabeza. Pese a todo esto, se recuperó del todo y volvió al trabajo dos meses después. Ni el accidente, ni los daños que sufrió en la cabeza, ni su divorcio parecieron hacer mella en su pasión por tocar y componer música.

Nunca he conocido a nadie con una historia como la de Tony Cicoria, pero en alguna ocasión he tenido pacientes con un brote similar de interés artístico o musical repentino, como Salimah M., una investigadora química. Con cuarenta y pocos años, Salimah comenzó a experimentar breves lapsos, de un minuto de duración o menos, en los que sentía “algo extraño”; a veces era la sensación de estar en una playa en la que había estado antes, pero siendo perfectamente consciente de su entorno y capaz de una conversación, o conducir un coche, o hacer lo que estuviera haciendo en ese momento. De vez en cuando, estos episodios venían acompañados de un “sabor amargo” en la boca. Aunque advertía estos extraños sucesos, jamás pensó que tuvieran algún significado neurológico, hasta que tuvo un ataque epiléptico en verano de 2003, y visitó a un neurólogo que le hizo un escáner. La prueba indicó la presencia de un gran tumor en el lóbulo temporal derecho. Ésa había sido la causa de sus extraños episodios, que ahora se sabía que habían sido pequeños ataques en el lóbulo temporal. Los médicos consideraron que el tumor era maligno (aunque probablemente se trataba de un oligodendroglioma, un tipo de tumor relativamente poco maligno) y que era preciso extirparlo. Salimah no sabía si aquello iba a suponer su sentencia de muerte, y le daba miedo la operación y sus posibles consecuencias. A su marido y a ella les advirtieron de que la cirugía podía producir ciertos “cambios de personalidad”. Pero al final la operación salió bien, se extirpó casi todo el tumor y, tras un periodo de convalecencia, Salimah pudo volver a su trabajo.

Antes de la operación, Salimah había sido una mujer bastante reservada, a la que de vez en cuando le molestaban o le preocupaban minucias como el polvo o el desorden; según su marido, a veces “se obsesionaba” con las faenas de la casa. En cambio, después de la operación, a Salimah dejaron de afectarle las cuestiones domésticas. Se había convertido, según las idiosincrásicas palabras de su marido (el inglés no era la lengua materna de ninguno de los dos) en una “gata feliz”. Era, sentenció, una “disfrutóloga”.

La nueva personalidad risueña de Salimah se percibió también en el trabajo. Llevaba 15 años trabajando en el mismo laboratorio y todos admiraban su inteligencia y dedicación. Pero ahora, sin menoscabo de su competencia profesional, parecía una persona mucho más cariñosa, comprensiva e interesada en la vida y los sentimientos de sus colegas. Mientras que antes, en palabras de un compañero, había sido una persona “mucho más introvertida”, tras la operación se convirtió en la confidente y el centro social de todo el laboratorio.

En casa también se despojó de esa personalidad a lo Marie Curie tan centrada en el trabajo. Se permitía más tiempo libre de sus reflexiones y ecuaciones, y empezó a interesarse más por ir al cine o a fiestas, por vivir un poco. Y un nuevo amor, una nueva pasión, entró en su vida. De pequeña había sido, según sus propias palabras, una persona “ligeramente musical”, tocaba un poco el piano, pero la música nunca había tenido un papel relevante en su vida. Ahora era distinto. Anhelaba oír música, asistir a conciertos, escuchar música clásica en la radio o en CD. Se emocionaba hasta el éxtasis o las lágrimas con melodías que antes no le provocaban “ningún sentimiento especial”. Se hizo “adicta” a la radio del coche, que escuchaba de camino al trabajo. Un colega que en una ocasión la adelantó cuando se dirigía al laboratorio, dijo que llevaba la radio “increíblemente alta”, y que la podía oír a medio kilómetro de distancia. Desde su descapotable, Salimah “amenizaba toda la autopista”.

Al igual que Tony Cicoria, Salimah daba muestras de una transformación drástica, y en lugar de sentir sólo un ligero interés por la música, ahora la conmovía intensamente y experimentaba una necesidad constante de ella. Y en ambos casos, se percibían también otros cambios más generales: un resurgir de los sentimientos, como si se hubieran estimulado o liberado toda clase de emociones. En palabras de Salimah: “Lo que ocurrió tras la operación es que volví a nacer. Aquello cambió mi forma de ver la vida y me hizo apreciar cada minuto de ella”.

¿Podría alguien desarrollar una musicofilia “pura”, sin que estuviera acompañada de cambios en la personalidad o en el comportamiento? En 2006, Rohrer, Smith y Warren describieron una situación igual en el sorprendente historial clínico de una mujer entrada en los sesenta que tenía ataques epilépticos en el lóbulo temporal de difícil cura, focalizados en el lóbulo temporal derecho. Después de siete años de ataques, al final llegó a controlarlos con un fármaco anticonvulsivante, la lamotriginia (LTG). Antes de que empezara con esta medicación, Rohrer y sus compañeros escribieron que a esta muje r “siempre le había sido indiferente la música, nunca escuchaba música por placer ni iba a conciertos. En cambio, su marido y su hija tocaban el piano y el violín […] No le conmovía nada la música tradicional tailandesa que había oído en reuniones familiares o en actos públicos en Bangkok ni los géneros clásicos y populares de la música occidental hasta que se mudó a Reino Unido. De hecho, siguió evitando la música en la medida de lo posible y aborrecía ciertos timbres musicales en particular (por ejemplo: solía cerrar la puerta para evitar oír a su marido tocar el piano y el canto coral le resultaba “irritante”).

Esta indiferencia frente a la música cambió radicalmente cuando la paciente empezó a tomar la amotriginia: “Después de llevar varias semanas tomando LTG, se percibió un cambio radical en su apreciación de la música. Buscaba programas musicales en la radio y en la televisión, escuchaba emisoras de música clásica en la radio muchas horas al día y pedía que fueran a conciertos. Su marido contaba que se había quedado ‘traspuesta’ durante toda La Traviata y que le molestó que algunos entre el público hablaran durante el espectáculo. Ahora describía la actividad de escuchar música clásica como una experiencia extremadamente agradable y cargada de emoción. No cantaba ni silbaba, y no se descubrió ningún otro cambio en su comportamiento o en su personalidad. No daba muestras de tener trastornos mentales, alucinaciones ni trastornos en el estado de ánimo”.

Aunque Rohrer et al. no podían señalar la bases precisas de la musicofilia de la paciente, se aventuraron a insinuar que, durante sus años de incorregibles ataques epilépticos, podría haber desarrollado una conexión funcional intensificada entre los sistemas perceptivos en los lóbulos temporales y las partes del sistema límbico, encargado de responder a los estímulos emocionales, una conexión que no se hizo patente hasta que sus ataques quedaron bajo control gracias a la medicación. En los años setenta, David Bear insinuó que dicha hiperconexión sensorial y límbica podía ser la base para que aparecieran sentimientos artísticos, sexuales, místicos o religiosos inesperados que a veces tienen lugar en las personas con epilepsia en el lóbulo temporal. ¿Podría haberle ocurrido también algo parecido a Tony Cicoria?

La pasada primavera, Cicoria participó en un retiro musical de diez días para estudiantes de música, principiantes con talento y jóvenes profesionales. El campamento sirve también de escenario para Erica van der Linde Feidner, una pianista de concierto especializada en encontrar el piano perfecto para cada uno de sus clientes. Tony acababa de comprarle un piano, un Bösendorfer de cola, un prototipo único fabricado en Viena, y Erica pensó que Tony tenía un instinto extraordinario para elegir un piano con el tono exacto que quería. Cicoria sintió que era un buen momento y un buen lugar para debutar como músico.

Se preparó dos piezas para su concierto: su primer amor, el Scherzo en si bemol menor de Chopin, y su primera composición propia, que tituló Rapsodia, Opus I. Su forma de tocar y su historia electrizaron a todo el mundo en el campamento (muchos expresaron el deseo de que a ellos también les cayera un rayo). Tocó, según Erica, con “gran pasión y brío”, y si no con un genio sobrenatural, al menos sí con una habilidad encomiable, una hazaña asombrosa para una persona que carecía prácticamente de educación musical y que había aprendido a tocar por su cuenta a la edad de 42 años.

El doctor Cicoria me preguntó qué opinaba al final de su historia. ¿Alguna vez me había visto ante algo parecido? Yo le pregunté lo que pensaba él y cómo interpretaría lo que le había sucedido. Me respondió que, en calidad de médico, no sabía cómo explicar lo que le había pasado y que, por tanto, tenía que considerarlo en términos “espirituales”. Yo repliqué que, con todos mis respetos hacia el mundo espiritual, me parecía que hasta los estados de ánimo más exaltados, las transformaciones más sorprendentes, deben de tener unas bases físicas o, al menos, algún correlato fisiológico en la actividad neuronal.

En la época en que le alcanzó el rayo, Cicoria tuvo tanto una experiencia cercana a la muerte como un viaje astral. Se han dado muchas explicaciones sobrenaturales o místicas a los viajes astrales, pero también llevan siendo objeto de la investigación neurológica un siglo o más. Dichas experiencias parecen tener un formato relativamente estereotipado: uno parece no estar en su propio cuerpo, sino fuera de él y, en la mayoría de los casos, mirándose a sí mismo desde arriba a unos dos metros y medio de distancia (los neurólogos se refieren a esto con el término “autoscopia”). Uno cree ver claramente la habitación o el espacio a su alrededor y a otras personas y objetos cercanos, pero desde una perspectiva aérea. La gente que ha vivido dichas experiencias suele describir sensaciones vestibulares como “flotar” o “volar” por el aire. Los viajes astrales pueden inspirar miedo, alegría o un sentimiento de distanciamiento, pero se suelen definir como intensamente “reales”, nada que ver con un sueño o una alucinación. Esto se ha registrado en muchas clases de experiencias cercanas a la muerte, así como en ataques epilépticos en el lóbulo temporal. Hay pruebas que indican que los aspectos visoespaciales y vestibulares de los viajes astrales están relacionados con un trastorno funcional en la corteza cerebral, en especial en la región en la que se unen los lóbulos temporales y los parietales 1.

Pero no fue sólo un viaje astral lo que relató Cicoria. Vio una luz blanquiazul, vio a sus hijos, su vida pasó ante sus ojos, tuvo una sensación de éxtasis y, sobre todo, de estar experimentando algo trascendental y extremadamente significativo. ¿Cuáles podrían ser las bases neuronales para esto? Otras personas han descrito con asiduidad experiencias cercanas a la muerte de este tipo cuando corrían –o creían que corrían– un gran peligro, ya fuera porque de repente se vieron envueltos en un accidente, porque les cayera un rayo o, en la mayoría de los casos, porque revivieran tras una parada cardiaca.

Todas éstas son situaciones que no sólo provocan pavor, sino que tienen muchas probabilidades de causar una bajada repentina de la tensión sanguínea y del riego cerebral (y, en el caso de la parada cardiaca, una falta de oxígeno en el cerebro). Es probable que haya un despertar emocional intenso y un aumento de la noradrenalina y de otros neurotransmisores en dichos estados, ya sean inducidos por el terror o por el éxtasis. Hasta la fecha, sabemos muy poco de los verdaderos correlatos neuronales en dichas experiencias, pero las alteraciones de la conciencia y la emoción que ocurren son muy profundas y deben de implicar a las partes emocionales del cerebro –las amígdalas y el núcleo del tronco cerebral–, así como a la corteza 2.

Mientras que los viajes astrales tienen un carácter de ilusión perceptiva (a pesar de ser compleja y singular), las experiencias cercanas a la muerte cuentan con todas las características de una experiencia mística, tal y como William James las define: pasividad, inenarrabilidad, fugacidad y una cualidad intelectual. La persona está completamente inmersa en una experiencia cercana a la muerte, sumergida –casi de forma literal– en unos haces de luz (a veces un túnel o una chimenea) que la atraen hacia el más allá, una vida más allá, un espacio y tiempo más allá. Se tiene la sensación de mirar por última vez, de despedirse (a un ritmo extremadamente acelerado) de las cosas terrenales, de los lugares, de las personas y de los acontecimientos que forman parte de la propia vida, y una sensación de éxtasis o alegría a medida que uno se eleva hacia su destino, un simbolismo arquetípico de la muerte y la transfiguración. La gente que ha vivido experiencias de este tipo no las olvida fácilmente y pueden tener como consecuencia una conversión o una metanoia, un cambio de mentalidad, que altera la dirección y la orientación de la vida. Uno no puede suponer, así como tampoco lo puede hacer con los viajes astrales, que estas experiencias sean un mero capricho; hay características muy parecidas en las que la gente hace hincapié en muchos relatos. Las experiencias cercanas a la muerte deben de tener también su propia base neurológica, una que altere profundamente la propia conciencia.

¿Y qué hay del extraordinario arrebato de musicalidad de Cicoria, su repentina musicofilia? Los pacientes que experimentan una degeneración de las partes frontales del cerebro, la “demencia frontotemporal”, a veces desarrollan una aparición o una liberación asombrosas de talentos musicales y de pasión por la música al perder las capacidades de abstracción y del lenguaje, pero está claro que éste no era el caso de Cicoria, que podía expresarse perfectamente y era muy competente en todos los sentidos. En 1984, Daniel Jacome describió el caso de un paciente que había sufrido un ataque al corazón que le había dañado el hemisferio izquierdo del cerebro y, como consecuencia de ello, había desarrollado “hipermusia” y “musicofilia”, junto con afasia y otros problemas. Pero nada hacía suponer que Tony Cicoria hubiera sufrido un ataque o que hubiera experimentado un daño cerebral significativo, aparte de unas molestias transitorias en sus sistemas de memoria durante una o dos semanas después de que lo alcanzara el rayo.

Su situación me recordó un poco a Franco Magnani, el “artista de la memoria” sobre el que he escrito en otra ocasión 3. Franco nunca había pensado en ser pintor hasta que experimentó una extraña crisis o enfermedad –tal vez una clase de epilepsia en el lóbulo temporal– a los 31 años. De noche soñaba con Pontito, el pueblecito toscano en el que había nacido: al despertarse, las imágenes seguían siendo extremadamente vívidas, realistas y profundas (“como hologramas”). A Franco le consumía la necesidad de hacer reales esas imágenes, de pintarlas, así que aprendió a pintar por su cuenta, dedicando cada minuto libre a producir cientos de panorámicas de Pontito.

¿Es posible que el rayo que alcanzó a Cicoria hubiera desencadenado tendencias epilépticas en sus lóbulos temporales? Hay muchos relatos de la aparición de inclinaciones artísticas o musicales debido a ataques epilépticos en el lóbulo temporal, y la gente que sufre esos ataques puede desarrollar asimismo intensos sentimientos místicos o religiosos, como Cicoria. Pero él no había descrito nada parecido a un ataque epiléptico y, aparentemente, después de lo sucedido su electroencefalograma era normal.

Además, ¿por qué se retrasó tanto el desarrollo de la musicofilia de Cicoria? ¿Qué es lo que ocurrió en las seis o siete semanas que pasaron entre su paro cardiaco y la repentina aparición de la musicofilia? Sabemos que su accidente tuvo efectos inmediatos: el viaje astral, la experiencia cercana a la muerte, el estado de confusión que duró unas horas y los trastornos de memoria que le duraron un par de semanas. Todos estos efectos podrían deberse a la anoxia cerebral (ya que su cerebro debió de estar sin recibir el oxígeno necesario durante un minuto o más) o podrían ser efectos directos del propio rayo sobre el cerebro. No obstante, cabe sospechar que la aparente recuperación de Cicoria un par de semanas después de estos acontecimientos no fue tan completa como parecía, que quizá hubiera otro tipo de daño cerebral que pasara desapercibido y que su cerebro siguiera reaccionando al daño original y reorganizándose durante ese periodo.

Cicoria tiene la sensación de que ahora es “una persona diferente”, desde un punto de vista musical, emocional, psicológico y espiritual. Ésa era también la impresión que me daba a mí mientras escuchaba su historia y contemplaba algunas de las nuevas pasiones que lo habían transformado. Si lo vemos desde una perspectiva neurológica, supongo que su cerebro debe de ser muy distinto ahora de como era antes de que el rayo lo alcanzara o en los días que siguieron al accidente, cuando las pruebas neurológicas no mostraban nada fuera de lo común. Parece ser que los cambios se dieron en las semanas posteriores, cuando su cerebro estaba reorganizándose, preparándose, por así decirlo, para la musicofilia. ¿Podemos ahora, 12 años después, definir esos cambios, identificar las bases neurológicas de su musicofilia? Desde que Cicoria se lesionó, en 1994, se han desarrollado pruebas nuevas, mucho más precisas, para medir la función cerebral. Él admitió que sería interesante seguir analizando su caso, pero, después de unos instantes, recapacitó y dijo que quizá sería mejor dejar las cosas como estaban. Había sido un golpe de suerte, y la música, fuera cual fuera su origen, había sido una bendición, una gracia que no había que cuestionar.